«Ella estaba preparada. ¿Qué se lo impidió? ¿Qué nos estorba siempre? ¡Hala, deprisa, el tiempo pasa! El tiempo pasa, y las capas invisibles de los años son cada vez más compactas, se oxidan los raíles, se cubren de hierba los caminos, y la cizaña es cada vez más espléndida en los barracones».
Aleksandra Ernéstovna, nuestra apreciadísima Shura, se recuerda a sí misma a través de las cuatro estaciones que nos hacen ser; en sus ojos ya viejos y abandonados damos con aquellas personas que ella amó, llevándonos sobre las ruidosas ruedas de un carrusel apagado.
La narradora, una mujer que tanto se parece en mí en cuanto a su facilidad para recrear historias, la imagina también, a Shura, en un posible presente, y ve más allá de las paredes del asilo visitado todo aquello que se habrá dado o que habría podido darse.
Juntas se expresan sobre fotografías y entre sorbos de té, dejándose sentir por los insignificantes objetos que acarician sus sombras, transmitiéndonos una nostalgia, en parte deseada, y en parte hiriente.
Tatiana Tolstaya, la creadora de estos dos espíritus fantasmales, encuentra —o encontró, si preferimos hacer referencia a unos días lejanos— el modo de elevarlos sobre la tierra, configurándolos en un cielo demasiado grande como para siquiera alcanzarlos.
Las tres, siendo tal vez una misma, son maravillosas a su modo: una por su valor ante una elección, otra por acompañar a la primera en sus horas más solitarias, y la tercera por hacerlas existir.
«Querida Shura», de Tatiana Tolstaya (Rusia, 1951). Relato recogido en la antología «Fuego y polvo». Círculo de lectores (1991). Traducción de Josep Maria Güell e introducción de Laura Freixas. Goodreads 5/5 ⭐️